La memoria rosa: los archivos de la historia LGBTI
/Por: Halim Badawi [1]
A partir de octubre abrirá al público Arkhé: archivos de arte latinoamericano, una fundación dedicada al rescate de libros y documentos de arte moderno y contemporáneo. Arkhé contará con un espacio dedicado a la documentación de la memoria LGBTI, el Archivo Queer, una colección con 25,000 fotografías y documentos originales, 76 archivos privados, 3,000 libros y 1,500 ejemplares de revistas. Su director, Halim Badawi, reflexiona sobre la importancia de pensar la memoria LGBTI de Colombia, y la necesidad histórica de crear instituciones sólidas que aseguren su preservación.
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Lucía era una transformista del centro de Bogotá. Su paso por el mundo fue vertiginoso: violada en la niñez, de familia desplazada, expulsada de su casa a los doce años por su identidad de género y trabajadora sexual por necesidad. Tempranamente descubrió sus habilidades para el arte, el baile y el canto. Era divertida, hacía reír y vivía de su arte, un arte al margen de lo que comúnmente se considera “artístico”, un arte que no bate récords en subastas ni se exhibe en museos. Lucía fue asesinada en circunstancias oscuras: la policía lo consideró un “crimen pasional”. Su cuerpo no fue reclamado por su familia biológica, lo hicieron sus amigas de crianza, su única familia. Su habitación, arrendada, fue devuelta presurosamente, y todos los bienes de Lucía (el colchón, las sábanas, sus vestidos ampulosos, sus cartas de amor y sus álbumes de fotos, los únicos testimonios de su arte y de su orgullo) fueron incinerados: había que desocupar la pieza y no había dónde guardar las cosas. No sólo se apagó una vida, también, en cuestión de meses, con suerte de años, no será recordada por nadie: las singularidades de su arte se habrán borrado para siempre; sus tragedias correrán el riesgo de repetirse y sus circunstancias serán sólo una vieja estadística sin rostro. No toda la historia LGBTI ha sido baile y luces de colores. Actualmente, en Colombia, hay muchas vidas como la de Lucía: difíciles, singulares, brillantes. Si no las conocemos, ¿cómo podremos imaginar un país nuevo?
I. La tradición heterosexual
La historia es una construcción predominantemente heterosexual. A fin de cuentas, con certeza, ¿a cuántos homosexuales conocemos, hombres o mujeres, que hayan hecho parte de la historia? Es decir, ¿presidentes de la república, actores de televisión, políticos destacados, jugadores de fútbol o artistas plásticos? Hagamos el ejercicio. Tal vez nos sobren los dedos de las manos al hacer la cuenta, y no porque no hayan existido, sino porque no conocemos sus nombres. Rara vez se nos ocurriría pensar que el jugador de fútbol que admiramos pueda ser gay o que, en nuestra familia, entre nuestros ancestros por línea directa, puedan haber homosexuales: al fin y al cabo, ellos tuvieron esposa e hijos, y de ahí proviene nuestra carga genética, aparentemente despejando cualquier duda, como si reproducción y heterosexualidad fueran lo mismo.
Tampoco se nos ocurriría pensar que aquella tía solterona o la que escogió el convento, cuya vida atravesó el siglo, tal vez haya sentido “el amor que no se atreve a decir su nombre” (para decirlo con palabras de Wilde), un amor indebido, cercado por las condiciones sociales de una época. En todo caso, las familias latinoamericanas suelen encontrar explicaciones para convertir el universo oscuro de los amores prohibidos en virtud teologal: “la tía era una santa”, “ella nunca conoció varón”, “ella escogió la pureza, la castidad”, “dios la premiará en el cielo”.
Y, ¿para qué hacer este ejercicio? ¿Para qué contar numéricamente a cuántos homosexuales del pasado conocemos? ¿Para qué corroborar que eran muchos más de los que creíamos? ¿Para qué estudiar y entender sus vidas? ¿Para qué hacer una genealogía alternativa, una historia más amplia? ¿Para qué mariconizar ese pasado pretendidamente estático, fiel, veraz y único? ¿Para qué cuestionar la historia o, en otras palabras, para qué democratizarla? ¿Para qué destapar nuevas tradiciones inexistentes, reinventar los cuerpos posibles y evidenciar diferentes tramas de afecto?
En contra de lo anterior, podría argumentarse, como se hace habitualmente, que se trata de la “vida privada” de las personas y, siguiendo una lógica fácil y biempensante, “la vida privada hay que respetarla”. Como “habrá que respetarla”, será innecesario entender la vida sexual del pasado, especialmente cuando sea disidente o nos genere vergüenza. Pero entonces, ¿por qué no tenemos empacho en hacer pública la vida privada de alguien cuando es heterosexual? ¿Por qué leemos las cartas de amor entre Simón Bolívar y Manuelita Sáenz? ¿Por qué se han escrito tantos libros en los que los amores heterosexuales parecen no ser un problema sino la virtud superior de las almas sensibles? ¿Por qué vemos por televisión tantas historias de amor, reales y biográficas, entre hombres y mujeres, de reyes y plebeyos? ¿Por qué, en cambio, las historias homosexuales debemos sustraerlas de la esfera pública y relegarlas al trastero de la vida privada, como si nunca hubieran existido? ¿Por qué esa necesidad de heterosexualizar la historia, de construir una tradición que niegue la existencia de formas distintas de afecto y que naturaliza una sola opción vital posible? Habrá que preguntarnos si este ejercicio de olvido selectivo no esconde innumerables prejuicios.
Un segundo argumento que suele esgrimirse en contra del ejercicio de remover el pasado en busca de historias de vida alternas, es que la historia, las artes plásticas, la literatura y la música, “no tienen género”. Algunos historiadores tradicionales sostienen que la historia es un territorio neutral, que su construcción responde a “los hechos” y, por esto, no estaría atravesada por relaciones de poder en clave de género y sexualidad. Se asume que, si no hay mujeres en la historia del arte y en los museos, es porque nunca hubo tantas mujeres artistas o porque no las hubo tan “buenas” en comparación con los hombres, no porque la historiografía modernista era sexista.
Si revisamos la bibliografía sobre arte colombiano, salvo tres excepciones (encabezadas por Luis Caballero, quien fue abiertamente homosexual y su pintura tuvo referencias homoeróticas explícitas), no existe referencia alguna a la homosexualidad de una gran parte de la vanguardia artística colombiana, ni a las redes de afecto y solidaridad que pudieron desarrollarse entre estos artistas por causa de su orientación sexual, ni información sobre las resistencias que sus formas de vida generaron en una escena social tan conservadora como la colombiana, o al interior de sus familias, comúnmente de las élites regionales: blancas, terratenientes, católicas, conservadoras, ricas y, cómo no, machistas. Y no sabemos, porque nadie lo ha estudiado, cómo estas resistencias pudieron moldear un carácter, un espíritu, que pudo encontrar en el arte una forma de expresión singular, sublime.
Ya en el arte colombiano más reciente hay algunos artistas que podemos leer desde una perspectiva queer, incluso, artistas que han hecho de “lo gay” una plataforma de enunciación poética y crítica tan explícita, que para la historiografía resulta imposible segregar el arte de su contexto preciso. Tal es el caso de Miguel Ángel Rojas con sus series fotográficas tomadas en teatros durante la década del 70; Álvaro Barrios con sus series dedicadas a San Sebastián, sus homenajes a Tom of Finland o el Autorretrato como Rrose Sélavy, en los que, aunque “lo gay” no sea explícito, la perspectiva de género resulta inevitable en la lectura; o los performances e instalaciones de Gustavo Turizo y Wilson Díaz, por ejemplo. En 1993, en pleno auge de la pandemia de SIDA, Wilson Díaz realizó una instalación llamada Sementerio, consistente en recoger voluntariamente muestras de semen de sus amigos, muchos de ellos artistas, quienes debían eyacular sobre una hoja de papel recortada con la forma de una lápida de cementerio. Con estas hojas, Díaz montó una enorme secuencia de lápidas de papel sobre un muro, a la manera de los columbarios del Cementerio Central de Bogotá.
Es tabú la homosexualidad de una larga lista de creadores colombianos del siglo XX, como Enrique Grau, Débora Arango, Hena Rodríguez, Fernando Martínez Sanabria, Carlos Rojas, Hernán Díaz, Manolo Vellojín y Lorenzo Jaramillo, entre otros. La mayoría de publicaciones tienden a masculinizar y heterosexualizar nuestra historia del arte moderno: las mujeres apenas están empezando a aparecer, y los hombres son todos, aún, heterosexuales. La homosexualidad parece una anécdota irrelevante, innecesaria, que no determina nada. Un tema pendiente de revisión por parte de la historiografía es la relación de pareja entre Eduardo Ramírez Villamizar y Édgar Negret, los dos principales escultores modernos de Colombia, quienes vivieron juntos en la década de 1950. Habrá que entender cómo esta relación afectiva determinó las afinidades estéticas y poéticas entre sus brillantes producciones escultóricas; también habrá que rememorar las resistencias que Negret encontró en el Popayán de su infancia y, cómo no, en su propia familia.
Como la historia oficial ha hecho invisibles las sexualidades disidentes, han aparecido variadas teorías conservadoras, con amplia acogida, que aprovechan convenientemente esta invisibilidad, como por ejemplo, la afirmación de que “la homosexualidad es una moda” (una aseveración que podemos rastrear ya en Francia durante el siglo XIX), esto, en oposición a un supuesto pasado predominantemente heterosexual. Incluso, existen teorías apócrifas, de conspiración, que hacen ver la presunta proliferación de la homosexualidad en el mundo contemporáneo como un instrumento de control poblacional, ya sea generado por la naturaleza o por una conspiración internacional (sí, una conspiración del “poderoso lobby gay”, ese que “mueve los hilos invisibles del poder”, la industria del entretenimiento y que promueve la denominada “ideología de género”). Todo esto, que suena a chiste (o a libro de Stephen King), parecería innecesario mencionarlo si no fuera porque, en el Congreso, en la Procuraduría y en las iglesias, son tópicos que se discuten seriamente.
II. Los archivos LGBTI.
¿Cómo darle la vuelta a este universo de sentido? ¿Cómo vencer el ascenso social de los prejuicios y la ignorancia? ¿Cómo minimizar el impacto de estas teorías espurias que parten del desconocimiento rampante de la sexualidad humana? ¿Cómo destapar las historias invisibles de sexualidades disidentes, públicas o anónimas, veladas por capas de prejuicios, miedo y caspa histórica? ¿Cómo construir nuevas tradiciones? ¿Cómo ampliar el radio de la historia y, con este, las posibilidades de un futuro más incluyente y democrático? La respuesta es fácil: a través de los archivos. La historia, y con ella los derechos, sólo serán posibles a partir de los archivos. Los archivos son el insumo de la historia: de los libros y las películas, esos que, con el tiempo, modelan el “sentido común”. Los archivos son la condición de posibilidad de un mundo nuevo.
Existen diferentes tipos de archivos LGBTI: los de activistas, aquellas personas que estimularon los derechos civiles y que apenas son conocidos popularmente, como León Zuleta o Manuel Velandia. Están los archivos de organizaciones (como Colombia Diversa) o de espacios dedicados a la vida nocturna (como las discotecas), lugares que movilizan la subjetividades, los modelos de belleza y las aspiraciones. Están los archivos sociales: los documentos, diarios y fotografías personales de gais, lesbianas, bisexuales, intersexuales, travestis y transexuales, los famosos y los que no. Están los archivos de negativos de fotógrafos que documentaron la vida nocturna de Bogotá; los de artistas LGBTI, que cuentan con abundante documentación acerca de sus fuentes iconográficas, siendo el archivo de Luis Caballero el más conocido, exhibido en la Universidad Jorge Tadeo Lozano hace algunos años; los archivos de reinados travestis y los de casas familiares trans (muchas personas trans se agrupan bajo el paraguas de una casa familiar adoptiva).
Los obstáculos por superar en el proceso de documentación de la memoria LGBTI serán tres: el primero, romper la diferenciación entre “alta cultura” y “cultura popular”, ya que, si bien lo que entendemos como “alta cultura” tiene espacio preferencial en los museos, la cultura popular no suele tener cabida, y lo cierto es que la mayoría de testimonios fotográficos relacionados con población LGBTI, se enmarcan dentro de “lo popular” o “vernacular”, al ser producciones periféricas. En este sentido, las fotografías suelen ser amateur, autobiográficas, precarias y sórdidas, y casi nunca tendrán el encuadre o el balance de un fotógrafo profesional, pero no por ello tendrán menor significación cultural. En estos archivos encontraremos singularidades como el Queer Collage, una de las expresiones artísticas tradicionales de la población trans, desarrollado en Colombia por Madorilyn Crawford, la reconocida transformista bogotana. Habrá que dignificar estos trabajos, de especial interés estético y poético. En términos culturales, habrá que suponer que el archivo del Reinado Internacional del Bambuco Trans es tan relevante como el archivo de Alejandro Obregón, y deberemos vencer los prejuicios que nos hacen creer que una cosa es más importante que otra, que una merece ser conservada y la otra no.[2]
El segundo obstáculo será la reticencia de las instituciones a incorporar estos patrimonios a sus acervos, lo que comúnmente responde a prejuicios largamente asentados. ¿Cuántos archivos personales LGBTI hacen parte de las grandes bibliotecas y archivos públicos colombianos? La realidad es que ninguno. Comúnmente las bibliotecas y archivos públicos solían impedir el ingreso a sus colecciones de material que pudiera ser considerado pornográfico y, por mucho tiempo, la documentación LGBTI fue considerada pornográfica. Tal vez por eso, la Biblioteca Luis Ángel Arango sólo tenga un número de los 24 de Ventana Gay, la segunda revista de activismo en Colombia, y no conserva ni un ejemplar de El Otro, la primera revista LGBTI del país. Así mismo, aunque la bibliografía académica LGBTI ha empezado a ser incorporada a la Luis Ángel Arango y a la Biblioteca Nacional durante los últimos años, su déficit frente a otros temas, a pesar del esfuerzo institucional, aún es un asunto pendiente de resolución. Las instituciones públicas son fundamentales en la transformación mental del país y deben avanzar en consonancia con los tiempos.
Independientemente de que un material sea considerado pornográfico o no, otro prejuicio que deberán vencer las instituciones es el miedo al porno: siendo el porno una expresión cultural con valor histórico y estético, las bibliotecas y archivos públicos deberán preservarlo para su estudio académico. Para eso existen las salas de libros raros y manuscritos, a las que se accede con autorización previa. Descartar la pornografía por inmoral, significa desconocer los avances de la historia social, o los nuevos intereses de la historia del arte y la curaduría, que encuentra en la pornografía un insumo sustancial para comprender la realidad, como cuando el Museo d’Orsay llevó a cabo, hace un par de años, la exposición Esplendor y miseria: imágenes de la prostitución, 1850–1910, que incluyó algunas de las primeras películas pornográficas de la historia, entre otros documentos.
El tercer obstáculo será el miedo y la vergüenza de los herederos, bastante frecuente, a la hora de hacer pública la “vida privada” de su familiar fallecido. Con “hacer pública” me refiero a conservar la integridad de su archivo, prestarlo a investigadores o entregarlo completo a alguna institución. Esta situación implica que, a la muerte del protagonista, los archivos serán purgados o destruidos, eliminando cualquier rastro de la homosexualidad del personaje, heterosexualizándolo y, con esto, heterosexualizando la historia. Esto ha ocurrido en innumerables ocasiones y las pérdidas son verdaderamente lamentables. Con respecto a la población trans, la mayoría de testimonios fotográficos anteriores a 1970 en Colombia, se han perdido irremediablemente: hasta los años ochenta, el promedio de vida trans rondaba los cuarenta años (ya conocemos sus difíciles condiciones de acceso a la salud y la justicia) y a la muerte, sus archivos fotográficos eran incinerados con las sábanas y toallas, y con ellos se evaporaba una historia posible, una historia disidente.
A estas situaciones, nocivas para la memoria histórica LGBTI, se suma el hecho de que las prioridades del activismo LGBTI en Colombia no pasan por la documentación histórica, el coleccionismo o el patrimonio. Tantos años de guerra y violencia han generado prioridades distintas, encabezadas por la lucha por los derechos civiles (derecho a la vida y la integridad, matrimonio igualitario, adopción, no discriminación), que en Colombia se vulneran a diario. Pensar en libros, documentos o memorabilia, parece un lujo impagable. Tal vez por esto el activismo local no ha generado centros de documentación, bibliotecas o museos especializados; ni el Ministerio de Cultura ha intervenido en los sistemas de clasificación de material LGBTI en las bibliotecas públicas (sistemas que suelen cargar prejuicios en la estructura de clasificación misma); ni nadie ha luchado para que, por ejemplo, en la Sala Memoria y Nación del Museo Nacional se encuentre representada, explícitamente, la comunidad LGBTI. Algunos esfuerzos en el terreno del patrimonio LGBTI vienen siendo impulsados por el Museo Q, una iniciativa independiente en Bogotá que habrá que seguir atentamente.
Así, se ha perdido abundante documentación histórica que serviría, tal vez, para corroborar que nada es tan nuevo como parece, ni tan moda como algunos dicen, y que necesitaremos más que los dedos de las manos para enumerar los personajes y las historias que la historia oficial ha omitido. Sabemos que en Colombia existen travestis desde el XIX, esto, gracias a los códigos de policía, las sentencias, la prensa sensacionalista (que promovió la imagen del travesti pintoresco) o las fotografías de Benjamín de la Calle, en los años veinte. También conocemos las referencias literarias a la homosexualidad en los libros de José María Vargas Vila, Porfirio Barba Jacob o Bernardo Arias Trujillo. Sabemos que entre las décadas de 1910 y 1930, toda América Latina fue recorrida por un soplo de literatura que incluía personajes homosexuales, algunos protagónicos y empoderados, pero casi todos olvidados, ya que los libros rara vez fueron reeditados y las primeras ediciones son inconseguibles. Conocemos la sexualidad disidente por los documentos generados por los opresores, no a través de las propias voces de los implicados. Ojalá que el nuevo aire que recorre el mundo, sople también en Colombia, y que las instituciones se pongan a tono, sin neutralidades acríticas, con los debates políticos y sociales de nuestro tiempo. De eso se trata.
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Crítico de arte y director artístico de Arkhé. ↩
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El Reinado Internacional del Bambuco Trans Aún comenzó en algún momento en la década de 1980, posiblemente a finales de la década, y probablemente tenga raíces en otro festival o en alguna otra tradición trans que no se ha determinado aún. La Fundación Arkhé está actualmente realizando esta investigación. ↩